viernes, 26 de febrero de 2010

Frankenstein.

AL fin en una triste noche de noviembre, conseguí ver mi sueño realizado. Con una ansiedad que casi me llegaba a la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos con que infundir vida en el ser inerte que yacía a mis pies. Había dado ya la una de la madrugada; la lluvia cantaba su triste repiqueteo en los cristales de mi ventana y la bujía que me alumbraba estaba ya casi agotada, cuando, en el parpadeo de su luz mortecina, vi cómo se abrían lentamente los ojos amarillentos de aquella criatura. Respiró profundamente y una convulsión general agitó todos sus miembros.

Quisiera poder describir mis emociones ante tan tremenda catástrofe o simplemente describir el ser despreciable que con tantos cuidados y trabajos había conseguido formar. Sus miembros estaban proporcionados y las facciones que yo había creado habíanme parecido bellas. ¡Bellas! ¡Dios mío! Su amarillenta epidermis apenas podía cubrir el conglomerado de músculos y arterias de su interior; su pelo, de un color negro lustroso y abundante, era lacio; sus dientes, blancos como perlas...; con todo, la mezclada de tanta belleza aislada con sus ojos acuosos casi del mismo color blanco sucio de sus cuencas, formaban una composición aún más horripilante, incrementada por su arrugada faz y negros labios, finos y rectos.

Por causa de este ser inmundo me había privado yo de sueño y descanso durante casi dos años de duros trabajos, empeñado en infundirle vida. Lo había deseado con un ardor que excedía toda moderación, y ahora que al fin lo había terminado, la realidad desterró toda la belleza de mis sueños llenando mi corazón de horror y aversión.




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