sábado, 20 de agosto de 2011

Entrevista con el vampiro

—Quiero morir. Mátame. Mátame —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir.
Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude. Pero él, con un movimiento demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera.
—Pensé que querías morir, Louis —dijo.
Me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí.

—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.
Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:

—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.
Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.

Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.

—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una corriente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión...

Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente. El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia:
—Louis, bebe.
Y lo hice.
—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.
Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital.

Lo único que escuché fue un sonido cuando chupaba la sangre. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo...




Anne Rice

"¿Por qué?"

El joven compositor sufría de una gran carencia afectiva. Los síntomas de sordera comenzaban a perturbarlo al punto de dejarlo nervioso e irritado. Solamente podía oír usando una especie de trombón acústico en el oído. Llevaba siempre consigo un papel o un cuaderno para poder comunicarse, pero no todos tenían paciencia para leer sus apuntes.

Notando que nadie entendía ni lo ayudaba, Beethoven se retrajo y se aisló. Por eso ganó la fama de misántropo. Cayó en una profunda depresión. Llegó a escribir un testamento diciendo que se iba a suicidar. Un día una muchacha ciega que vivía en la misma modesta pensión, donde Beethoven se había mudado, le dijo casi gritando: “Yo daría todo por poder ver una noche de luna…”. Beethoven se emocionó hasta las lágrimas, al fin y al cabo, ¡él podía ver!

Las ganas de vivir se le renovaron y entonces compuso una de las piezas más hermosas: “Sonata Claro de Luna”. Algunos estudiosos de música dicen que las tres notas que se repiten insistentemente en el tema principal del 1º movimiento de la Sonata, son la sílabas de la palabra “por qué” en alemán.

Todo gracias a aquella muchacha ciega, que le inspiró el deseo de traducir, en notas musicales, una noche de luna… Usando su sensibilidad, Beethoven retrató, a través de la melodía, la belleza de una noche bañada por la claridad de la luna, para alguien que no podía verla.









Esta información fue sacada de aquí.

viernes, 12 de agosto de 2011

Corazón Delator

¡ES VERDAD! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo?

Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-"¿Quién está ahí?".

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.



¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.


Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Su ojo no volvería a molestarme.



Edgar Allan Poe