jueves, 29 de diciembre de 2011

La Naranja Mecánica

Y mientras tanto la música se hacía cada vez más gronca, como si tuvieran la intención de torturarme, oh hermanos míos. De modo que me metí los dedos en los ucos, hasta el fondo, pero los trombones y los timbales resonaban bastante groncos. Así que les criché otra vez que parasen y otra vez golpes y golpes y golpes en la pared, pero no conseguí nada.- Oh, ¿qué puedo hacer? -jujujué para mí mismo-. Oh, Bogo del Cielo, Señor, ayúdame. -Recorría todas las habitaciones, queriendo escapar del dolor y las náuseas, tratando de no oír la música y sintiendo el gemido que me venía de las tripas, y entonces, arriba de la pila de libros y papeles y de toda esa cala que estaba sobre la mesa, vi lo que tenía que hacer y lo que yo había querido hacer hasta que me lo impidieron los vecos de la biblio pública y después el Lerdo y Billyboy disfrazados de militsos, y lo que yo había querido hacer era eliminarme, snufar, desaparecer para siempre de este mundo perverso y cruel. Lo que vi fue el slovo MUERTE en la tapa de un folleto, aunque sólo se trataba de las palabras MUERTE AL GOBIERNO. Y como si hubiera sido el Destino había otro folleto malenco que mostraba una ventana abierta en la tapa, y decía: «Abra la ventana al aire fresco, a las nuevas ideas, a un nuevo modo de vivir». Y entonces comprendí que era como decirme que acabase todo saltando. Tal vez un momento de dolor, y después el sueño para siempre siempre siempre.
La música seguía brotando de todos los bronces y tambores y violines, a kilómetros de distancia, a través de la pared. La ventana del dormitorio estaba abierta. Me acerqué, y vi que había bastante altura hasta los autos y los ómnibus y los chelovecos que caminaban abajo. Criché al mundo: -Adiós, adiós, que Bogo los perdone por haber arruinado una vida. -Me subí al reborde, y la música seguía sonando a mi izquierda, y cerré los glasos y sentí el viento frío en el litso, y salté.

Salté, oh hermanos míos, y pegué fuerte en la vereda, pero no snufé, oh no. Si hubiese snufado no estaría aquí para escribir lo que escribí. Parece que no salté desde una altura suficiente para matarme. Pero me rompí la espalda y las muñecas y las nogas y sentí un dolor muy bolche antes de desmayarme, hermanos, y vi los litsos sorprendidos y desconcertados de los chelovecos de la calle que me miraban desde arriba. Y justo antes de desmayarme videé muy claro que en todo el horrible mundo no había un solo cheloveco que me apoyase, y que la música a través de la pared había sido preparada por los que se suponía eran mis nuevos drugos, y que querían una vesche así para imponer la política que a ellos les interesaba, horrible y vanidosa. Todo eso se me pasó por la golová en un millonésimo de minuta antes que desaparecieran el mundo y el cielo y los litsos de los chelovecos que me miraban desde arriba.



Anthony Burgess



El maquinista de la general

Año: 1927

País: Estados Unidos

Género: Comedia

Duración: 75 min

Director: Buster Keaton

Reparto: Annabelle Lee (Marion Mack); Johnny Gray (Buster Keaton).


SINOPSIS

Johnny Gray es el maquinista de una locomotora llamada 'La General', la cual quiere y aprecia tanto como a su mujer, Annabelle Lee. Hay una guerra, y su mujer le pide que se aliste al ejército; él lo hace, pero no le cogen porque 'va a ayudar más estando como ingeniero en el sur'. Él triste, sigue con su trabajo, pero su mujer no le vuelve a hablar más hasta que 'vista un uniforme'. Un día, los enemigos del norte le roban la locomotora con su mujer raptada (él no sabe éso último), pero los persigue por viento y tierra pasando por una serie de aventuras y peripecias en las que la mala suerte primero le condena y la buena luego le salva por casualidad. Finalmente, termina salvando la guerra y a su mujer, al escuchar bajo una mesa los planes del enemigo y contándoselo a los de su bando. Le condecoran, y pasa de ser el pobre maquinista al que su mujer ya no le quiere y desprestigiado por todos, a ser un héroe.



OBSERVACIONES PERSONALES

-La película normalmente es en un color marrón-anaranjado, pero cuando se vuelve de noche, como no tienen más recursos para simular la oscuridad de la noche, vuelven la película a un color blanco y negro.
-Cuando cae un rayo, como no tienen tecnología para filmar un rayo de verdad, lo dibujan en la película.
-Cuando Johnny ve a Annabelle por el agujero del mantel quemado por el puro del soldado, se ingenian para filmar el ojo de Buster mirando por el agujero, y luego, interponen la imagen de ella, en el agujero.
-Los gags se basan en acrobacias, y mala suerte. Golpes, caídas... y el ingenio que tiene para enredar una historia que puede ser tan sencilla y darle un toque cómico.




martes, 8 de noviembre de 2011

Rebelión en la Granja

"Veamos, camaradas: ¿Cúal es la realidad de esta vida nuestra? Encarémonos con ella: nuestras vidas son tristes, fatigosas, cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de trabajar nos obligan a hacerlo hasta el último átomo de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que ya no servimos, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la holganza después de haber cumplido un año de edad. No hay un animal libre en Inglaterra. La vida de un animal es sólo miseria y esclavitud: ésta es la pura verdad.

¿Por qué continuamos en esta mísera condición? Porque los seres humanos nos arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la respuesta a todos nuestros problemas. Todo está explicado en una sóla palabra: el hombre. El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al hombre y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolida para siempre."





George Orwell

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Las montañas de la locura

La última etapa de la travesía fue vívida y estimulante para la fantasía. Grandes picos desnudos, envueltos en el misterio, surgían constantemente hacia el Oeste mientras el bajo sol septentrional del mediodía, o el sol meridional de medianoche, tan bajo que rozaba el horizonte, derramaba sus brumosos rayos rojizos sobre la blanca nieve, el hielo azulado, los cauces de agua y algunos fragmentos negros de la ladera de granito que quedaban al descubierto.

A través de las desoladas cimas pasaban furiosas e intermitentes ráfagas de terrible viento antártico, -cuya cadencia hacía pensar a veces, vagamente, en una música salvaje y casi dotada de sensibilidad. Sus flotas recorrían una prolongada escala que, por alguna reacción subconsciente del recuerdo, me parecía inquietante e incluso extrañamente terrible. Algo de aquel paisaje me recordaba las extrañas y perturbadoras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich y las descripciones, aún más inquietantes, de la meseta de Leng, de perversa fama, que aparecen en el terrible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Más tarde sentí haber examinado ese monstruoso libro en la biblioteca de la Universidad.


H.P. Lovecraft

domingo, 11 de septiembre de 2011

Annie Hall

"Yo creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos categorías. Lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados... no sé cómo pueden soportar la vida, me parece asombroso. Y los miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables."



Woody Allen


jueves, 8 de septiembre de 2011

¿Por quién doblan las campanas?

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quien doblan las campanas: doblan por ti.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El Wendigo

Era profundamente sensible al encanto singular que posee la Naturaleza salvaje y solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que rayaba lo obsesivo.


Algernon Blackwood

sábado, 20 de agosto de 2011

Entrevista con el vampiro

—Quiero morir. Mátame. Mátame —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir.
Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude. Pero él, con un movimiento demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera.
—Pensé que querías morir, Louis —dijo.
Me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí.

—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.
Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:

—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.
Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.

Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.

—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una corriente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión...

Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente. El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia:
—Louis, bebe.
Y lo hice.
—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.
Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital.

Lo único que escuché fue un sonido cuando chupaba la sangre. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo...




Anne Rice

"¿Por qué?"

El joven compositor sufría de una gran carencia afectiva. Los síntomas de sordera comenzaban a perturbarlo al punto de dejarlo nervioso e irritado. Solamente podía oír usando una especie de trombón acústico en el oído. Llevaba siempre consigo un papel o un cuaderno para poder comunicarse, pero no todos tenían paciencia para leer sus apuntes.

Notando que nadie entendía ni lo ayudaba, Beethoven se retrajo y se aisló. Por eso ganó la fama de misántropo. Cayó en una profunda depresión. Llegó a escribir un testamento diciendo que se iba a suicidar. Un día una muchacha ciega que vivía en la misma modesta pensión, donde Beethoven se había mudado, le dijo casi gritando: “Yo daría todo por poder ver una noche de luna…”. Beethoven se emocionó hasta las lágrimas, al fin y al cabo, ¡él podía ver!

Las ganas de vivir se le renovaron y entonces compuso una de las piezas más hermosas: “Sonata Claro de Luna”. Algunos estudiosos de música dicen que las tres notas que se repiten insistentemente en el tema principal del 1º movimiento de la Sonata, son la sílabas de la palabra “por qué” en alemán.

Todo gracias a aquella muchacha ciega, que le inspiró el deseo de traducir, en notas musicales, una noche de luna… Usando su sensibilidad, Beethoven retrató, a través de la melodía, la belleza de una noche bañada por la claridad de la luna, para alguien que no podía verla.









Esta información fue sacada de aquí.

viernes, 12 de agosto de 2011

Corazón Delator

¡ES VERDAD! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo?

Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-"¿Quién está ahí?".

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.



¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.


Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Su ojo no volvería a molestarme.



Edgar Allan Poe

miércoles, 13 de julio de 2011

El pozo y el péndulo

Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada inanición. Aún en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás, pero sentí que acababa de extinguirse en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.


Edgar Allan Poe

domingo, 26 de junio de 2011

— A veces desearía poder dormir hasta los dieciocho años, saltarme toda esta mierda, el instituto y todo lo demás. Saltármelo todo.
— ¿Sabes quien es Marcel Proust?
— ¿Es ese del que enseñas?
— Sí, un escritor francés. Un auténtico fracasado. Nunca tuvo un trabajo, sus amores fueron un desastre... Estuvo veinte años escribiendo un libro que ya casi nadie lee, pero quizá sea el mejor escritor desde Shakespeare… En fin, él llego al final de su vida, echó la vista atrás y decidió que todos esos años en los que sufrió fueron los mejores de su vida, porque le moldearon. Los años de felicidad… perdidos, no aprendió nada. Así que, si durmieras hasta los 18... ah, ¡qué cantidad de sufrimiento te ibas a perder! ¿El instituto? son tus mejores años de sufrimiento... en tu vida sufrirás tanto.
— ¿Sabes qué?... ¡a la mierda estos consursos!... la vida es un puto concurso de belleza detrás de otro... el instituto, la universidad, luego el trabajo... ¡a tomar por culo! Hay que hacer lo que te gusta, ¡y a la mierda lo demás!


Pequeña Miss Sunshine

lunes, 30 de mayo de 2011

Rayo de Luna

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.

-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:

-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!

-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.

-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?

-No tiene ninguna mujer consigo.

-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.

-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.



Gustavo Adolfo Bécquer

domingo, 13 de marzo de 2011

jueves, 3 de marzo de 2011

Las aventuras de Tom Sawyer


Apareció Tom en la acera con un cubo de cal y una brocha de mango largo. Contempló la valla y se esfumó toda su alegría, y una profunda melancolía se apoderó de su espíritu. Treinta metros de valla de madera, de tres metros de alto. La vida le parecía hueca, y la existencia nada más que una carga pesada. Suspirando mojó la brocha y la pasó por la tabla más alta; repitió la operación; lo hizo otra vez; comparó la insignificante raya encalada con el enorme continente de valla sin encalar, y se sentó descorazonado. Pero la energía de Tom no duró. Empezó a pensar en lo que tenía planeado para pasarlo bien ese día, y sus penas se multiplicaron. Pronto vería pasar a lso chicos libres, camino de toda clas de expediciones apetecibles, y se burlarían de él. Sólo el pensarlo le quemaba como el fuego. Sacó sus bienes mundanales y los examinó: trozos de juguetes, canincas y objetos inútiles; lo bastante para comprar un cambio de trabajo, quizá, pero ni la mitad de lo necesario para comprar media hora de libertad total. Pero en aquel momento oscuro y desesperanzado, ¡de repente tuvo una inspiración! ¡Nada menos que una inspiración enorme, magnífica!

Al poco apareció ante su vista Ben Rogers... aquel cuyas burlas temía más que las de cualquier otro chico. Ben venía dando saltos y brincos... prueba suficiente de que tenía el corazón ligero y grandes esperanzas. Venía comiéndose una manzana, y a ratos lanzaba un largo grito melodioso. Tom siguió encalando... no le hizo caso. Ben le miró fijamente un momento y luego dijo:
-¡Hola! Te la has cargao, ¿eh?
No hubo respuesta. Tom observó el último toque con ojo de artista, luego volvió a pasar la brocha delicadamente y contempló el resultado, como antes. Ben atracó a su lado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana, pero siguió pintando. Ben dijo:
-¡Hola, viejo! Tienes que trabajar, ¿eh?
De repente Tom giró sobre sus talones y dijo
-¡Anda, pero si eres tú, Ben! ¡No me había dado cuenta!
-Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría ir también? Pero claro, prefieres trabajar, ¿verdad? ¡Claro que sí!
-¿A qué llamas tú trabajar?
-Pues a eso que estás haciendo, ¿no?
Tom continuó pintando y le contestó con indiferencia:
-Bueno, puede que lo sea y puede que no. Lo que sí sé es que a Tom Sawyer le va bien.
-¡Venga ya! ¿No irás a decirme que te gusta?
La brocha siguió moviéndose.
-¿Que si me gusta? Bueno, no veo por qué no me va a gustar- ¿Es que le dejan a uno encalar la valla todos los días?
Estas palabras arrojaron una nueva luz sobre el asunto. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom pasó la brocha de un lado a otro con delicadeza... dio un paso atrás para estudiar el efecto... añadió un toque acá y allá... criticó el efecto otra vez... Ben observaba cada movimiento, cada vez con más interés, cada vez más absorto. Al rato, dijo:
-Oye, Tom, déjame pintar un poco.
Tom se lo pensó, estaba a punto de acceder, pero cambio de opinión:
-No... no, más vale dejarlo, Ben. Verás, mi tía Polly es una maniática con esta valla... Como da a la calle, ¿sabes? Si fuera la de atrás, a mí no me importaría, ni a ella tampoco. Sí, es muy exigente con esta valla; hay que encalarla con mucho cuidado; estoy seguro de que no hay ni un chico entre mil, ¡qué digo!, ni entre dos mil, que sepa hacerlo como es debido.
-No... ¿de veras? Anda, hombre, déjame intentarlo.
-Ben, me gustaría dejarte, palabra de honor; pero tía Polly... si te pones a pintar la valla y pasa algo...
-¡Pamplinas! Tendré tanto cuidado como tú. Ahora, déjame probar. Oye, te daré el corazón de la manzana.
-No, Ben, déjalo. Me da miedo.
-¡Te daré la manzana entera!
Tom le entregó la brocha con gesto de mala gana, pero con el corazón alegre. Mientras Ben trabajaba bajo el sol, el artista jubilado, masticaba la manzana y planeaba el degüello de otros inocentes. No le faltaba personal; por allí pasaban muchos a cada rato; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar la valla. Y al final de la tarde, la valla estaba encalada y Tom había pasado un rato agradable y ocioso.

Entonces Tom descubrió, sin darse cuenta, una de las principales leyes que rigen el comportamiento humano, a saber, que para hacer que un hombre o un muchacho codicie una cosa, sólo hay que hacerla difícil de conseguir. Si Tom hubiera sido un gran filósofo, como el escritor de este libro, se hubiera dado cuenta de que el Trabajo consiste en lo que uno está obligado a hacer y de que el Juego consiste en lo que uno no está obligado a hacer. Y esto le habría ayudado a comprender por qué el confeccionar flores artificiales o darle vueltas a una noria es un trabajo, mientras que derribar bolos o escalar el Mont Blanc es sólo una diversión. En Inglaterra hay caballeros adinerados que en verano conducen diligencias de cuatro caballos en un trayecto diario de veinte o treinta millas porque ese privilegio les cuesta dinero; pero, si se les ofreciera un sueldo por ese servicio, la ocupación lo transformaría en un trabajo y entonces los caballeros renunciarían a él.


Mark Twain.

sábado, 26 de febrero de 2011

"La Metamorfosis"

-Señor Samsa -dijo, por fin, el gerente con voz engolada-, ¿qué significa todo esto? Se ha atrincherado usted en su cuarto y no contesta más que con monosílabos. Inquieta usted inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta a su obligación con el almacén de una manera inconcedible. Estoy asombrado; yo le tenía a usted por un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. Mi intención era decirle todo esto a solas; pero como a usted al parecer no le importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de oírlo sus señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es verdad que no es ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios se paralicen. Le hablo en nombre de sus padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se explique enseguida y con claridad.

-Ya voy -gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás-. Voy inmediatamente. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien cómo creía.

-¿Han entendido ustedes una sola palabra?- preguntó el gerente a los padres-. ¿No será que se hace el loco?

-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre llorando-. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le estamos mortificando. ¡Ana! ¡Ana! Vaya inmediatamente a buscar a un cerrajero. ¡Grete! ¡Grete! Tienes que ir enseguida a buscar al médico; Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo hablaba?

-Es una voz de animal -dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre.

Pero Gregorio, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban inteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. Se sintió nuevamente incluído entre los seres humanos.

Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer.
-Escuchen -dijo el gerente-; está girando la llave.

Todos, el padre, la madre, deberían haberle gritado: "¡Adelante, Gregorio!". Sí, deberían haberle gritado: "¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!". Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió completamente en sí.

"Bueno -se dijo con un suspiro de alivio-; no ha sido necesario que viniera el cerrajero", y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.

Aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder, como empujado por una fuerza invisible. La madre miró a Gregorio, juntando las manos y se desplomó, en medio de sus faldas desplegadas a su alrededor, con la cabeza caída sobre el pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.

-Bueno -dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la calma-. Enseguida me visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejaréis que salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente que no soy testarudo y que trabajo con gusto. Uno puede tener un bajón momentáneo; pero es precisamente entonces cuando deben acordarse los jefes de lo útilo que uno ha sido y pensar que, una vez superado el contratiempo, trabajará con dobladas energías. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro. Y antes de que Gregorio hubiese acabado de hablar, el gerente ya se había retirado hacia la puerta y dado los últimos pasos en dirección a la escalera, como si esperase encontrar hallar milagrosamente la libertad, con tal rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes.

Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaría seriamente amenazado. Pero en el momento en que Gregorio empezó a avanzar lentamente para detener al gerente, su madre pese a su desvanecimiento previo, se incorporó y al verlo dio un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con las manos abiertas: "¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!" huyó y se lanzó en brazos del padre.

-¡Madre! ¡Madre! -gimió Gregorio, mirándola desde abajo.
Para colmo de males, la huída del jefe pareció trastornar por completo al padre, el cual empuñó con la diestra un bastón y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hacia el interior de su cuarto.

Así que, sin dejar de mirar angustiosamente hacia su padre, Gregorio empezó a girar lo más rápidamente posible. En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió la calma.




Franz Kafka

sábado, 12 de febrero de 2011

Ciclo de Aventuras Oníricas de Randolph Carter

Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo, que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. El cementerio se halla en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, de musgo, de yerbas extrañas con tallo rastrero, en donde reinaba una vaga fetidez que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con la idea de rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y desolación. Me sentía como obsesionado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un mortal silencio de siglos. Por encima de la cresta del valle, en un pálido cuarto creciente, asomó la luna entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas. Y bajo sus rayos vacilantes y tenues pude distinguir un inquietante panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos; todo estaba desmoronado, cubierto de musgo, ennegrecido por la humedad, medio oculto en el espesor exuberante de una vegetación malsana.

La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me paré con Warren ante un sepulcro medio hundido, casi tapado por la tierra y la maleza y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. No pronunciamos una sola palabra, ya que por lo visto, sabíamos perfectamente dónde estábamos y cual era nuestra misión allí; y, sin demora, cogimos nuestras azadas y empezamos a quitar yerba, matojos y tierra de aquella tumba plana de aspecto inmemorial. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinarla. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empezando su azada como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que un día puede que hubieran sido un monumento.

La losa levantada dejó al descubierto una negra abertura, de la que brotó un hedor tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Poco después, sin embargo, nos acercamos nuevamente a aquella cavidad y comprobamos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre cuyos peldaños goteaba una especie de líquido inmundo nacido en las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me viene a la memoria, por vez primera, las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor, sin alterarse ante el pavoroso escenario que nos rodeaba.

-Siento tener que pedirte que aguardes fuera; sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona tan nerviosa como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver, y las que voy a tener que hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga unos nervios de acero pueda afrontarlo y regresar después a la superficie en su sano juicio. No te ofendas, que bien sabe el cielo lo que gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a una persona tan nerviosa como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya digo que te puedes figurar lo que hay ahí! Pero te doy mi palabra de tenerte al corriente, por el teléfono, de todo lo que haya. ¡Tengo aquí hilo suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!

Todavía resuenan en mi memoria aquellas palabras desapasionadas, y puedo recordar que le hice varias objeciones. Creo que yo tenía vivísimos deseos de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible en su negativa. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultaba eficaz, puesto que sólo él poseía la clave del asunto. Todo eso lo recuerdo aún, aunque ya no sé qué es lo que buscábamos. Después de haber conseguido que yo accediera de mala gana a sus propósitos, Warren cogió el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, cogí uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y estropeada que había junto a la apertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano y desapareció en el interior de aquel osario indescriptible.

Durante un minuto seguí viendo el resplandor de su linterna, y oyendo el chirrido del alambre a medida que lo iba soltando; pero, de pronto, la luz desapareció como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y, casi al mismo tiempo, el chirrido dejó de oírse también. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos cables milagrosos.

En el silencio desolado de aquella necrópolis blanca y vacía, mi imaginación empezó a concebir las fantasías más horripilantes y las ilusiones más espantosas, en tanto que las tumbas y los extraños monolitos adquirían por momentos una horrenda intencionalidad. En los repliegues más tenebrosos del valle plagado de repugnante vegetación, creí ver unas sombras sin forma que parecían escurrirse sigilosamente como en una blasfema procesión ceremonial, y ocultarse en las tumbas corrompidas de la colina. Ni aún el resplandor blancuzco de la luna lograba disolver estas sombras huidizas.

Escuchaba con febril ansiedad por el receptor del teléfono; pero estuve más de un cuarto de hora sin oír nada. Luego sonó un clic en el aparato, y llamé a mi amigo con voz destemplada. A pesar de lo excitado que me sentía, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella tumba, pronunciadas con la voz más desagarrada y temblorosa que jamás le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad había bajado poco antes, me hablaba ahora desde las profundidades con una voz enloquecida por el miedo, teñida de desesperación:
-¡Dios mío, Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí!… Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo así y no me preguntes nada! ¡Corre! ¡Por el amor de Dios, zumba, Carter! ¡Rápido… antes de que sea demasiado tarde!… Mejor uno que los dos… tapa esa escalera infernal y salva tu vida… ¡Malditas sea estas criaturas infernales…, son legiones… ¡Dios mío! ¡Huye! ¡¡Huye!! ¡¡¡Huye!!!

Lovecraft.