sábado, 26 de febrero de 2011

"La Metamorfosis"

-Señor Samsa -dijo, por fin, el gerente con voz engolada-, ¿qué significa todo esto? Se ha atrincherado usted en su cuarto y no contesta más que con monosílabos. Inquieta usted inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta a su obligación con el almacén de una manera inconcedible. Estoy asombrado; yo le tenía a usted por un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. Mi intención era decirle todo esto a solas; pero como a usted al parecer no le importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de oírlo sus señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es verdad que no es ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios se paralicen. Le hablo en nombre de sus padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se explique enseguida y con claridad.

-Ya voy -gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás-. Voy inmediatamente. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien cómo creía.

-¿Han entendido ustedes una sola palabra?- preguntó el gerente a los padres-. ¿No será que se hace el loco?

-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre llorando-. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le estamos mortificando. ¡Ana! ¡Ana! Vaya inmediatamente a buscar a un cerrajero. ¡Grete! ¡Grete! Tienes que ir enseguida a buscar al médico; Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo hablaba?

-Es una voz de animal -dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre.

Pero Gregorio, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban inteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. Se sintió nuevamente incluído entre los seres humanos.

Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer.
-Escuchen -dijo el gerente-; está girando la llave.

Todos, el padre, la madre, deberían haberle gritado: "¡Adelante, Gregorio!". Sí, deberían haberle gritado: "¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!". Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió completamente en sí.

"Bueno -se dijo con un suspiro de alivio-; no ha sido necesario que viniera el cerrajero", y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.

Aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder, como empujado por una fuerza invisible. La madre miró a Gregorio, juntando las manos y se desplomó, en medio de sus faldas desplegadas a su alrededor, con la cabeza caída sobre el pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.

-Bueno -dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la calma-. Enseguida me visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejaréis que salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente que no soy testarudo y que trabajo con gusto. Uno puede tener un bajón momentáneo; pero es precisamente entonces cuando deben acordarse los jefes de lo útilo que uno ha sido y pensar que, una vez superado el contratiempo, trabajará con dobladas energías. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro. Y antes de que Gregorio hubiese acabado de hablar, el gerente ya se había retirado hacia la puerta y dado los últimos pasos en dirección a la escalera, como si esperase encontrar hallar milagrosamente la libertad, con tal rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes.

Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaría seriamente amenazado. Pero en el momento en que Gregorio empezó a avanzar lentamente para detener al gerente, su madre pese a su desvanecimiento previo, se incorporó y al verlo dio un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con las manos abiertas: "¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!" huyó y se lanzó en brazos del padre.

-¡Madre! ¡Madre! -gimió Gregorio, mirándola desde abajo.
Para colmo de males, la huída del jefe pareció trastornar por completo al padre, el cual empuñó con la diestra un bastón y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hacia el interior de su cuarto.

Así que, sin dejar de mirar angustiosamente hacia su padre, Gregorio empezó a girar lo más rápidamente posible. En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió la calma.




Franz Kafka

sábado, 12 de febrero de 2011

Ciclo de Aventuras Oníricas de Randolph Carter

Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo, que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. El cementerio se halla en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, de musgo, de yerbas extrañas con tallo rastrero, en donde reinaba una vaga fetidez que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con la idea de rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y desolación. Me sentía como obsesionado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un mortal silencio de siglos. Por encima de la cresta del valle, en un pálido cuarto creciente, asomó la luna entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas. Y bajo sus rayos vacilantes y tenues pude distinguir un inquietante panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos; todo estaba desmoronado, cubierto de musgo, ennegrecido por la humedad, medio oculto en el espesor exuberante de una vegetación malsana.

La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me paré con Warren ante un sepulcro medio hundido, casi tapado por la tierra y la maleza y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. No pronunciamos una sola palabra, ya que por lo visto, sabíamos perfectamente dónde estábamos y cual era nuestra misión allí; y, sin demora, cogimos nuestras azadas y empezamos a quitar yerba, matojos y tierra de aquella tumba plana de aspecto inmemorial. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinarla. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empezando su azada como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que un día puede que hubieran sido un monumento.

La losa levantada dejó al descubierto una negra abertura, de la que brotó un hedor tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Poco después, sin embargo, nos acercamos nuevamente a aquella cavidad y comprobamos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre cuyos peldaños goteaba una especie de líquido inmundo nacido en las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me viene a la memoria, por vez primera, las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor, sin alterarse ante el pavoroso escenario que nos rodeaba.

-Siento tener que pedirte que aguardes fuera; sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona tan nerviosa como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver, y las que voy a tener que hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga unos nervios de acero pueda afrontarlo y regresar después a la superficie en su sano juicio. No te ofendas, que bien sabe el cielo lo que gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a una persona tan nerviosa como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya digo que te puedes figurar lo que hay ahí! Pero te doy mi palabra de tenerte al corriente, por el teléfono, de todo lo que haya. ¡Tengo aquí hilo suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!

Todavía resuenan en mi memoria aquellas palabras desapasionadas, y puedo recordar que le hice varias objeciones. Creo que yo tenía vivísimos deseos de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible en su negativa. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultaba eficaz, puesto que sólo él poseía la clave del asunto. Todo eso lo recuerdo aún, aunque ya no sé qué es lo que buscábamos. Después de haber conseguido que yo accediera de mala gana a sus propósitos, Warren cogió el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, cogí uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y estropeada que había junto a la apertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano y desapareció en el interior de aquel osario indescriptible.

Durante un minuto seguí viendo el resplandor de su linterna, y oyendo el chirrido del alambre a medida que lo iba soltando; pero, de pronto, la luz desapareció como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y, casi al mismo tiempo, el chirrido dejó de oírse también. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos cables milagrosos.

En el silencio desolado de aquella necrópolis blanca y vacía, mi imaginación empezó a concebir las fantasías más horripilantes y las ilusiones más espantosas, en tanto que las tumbas y los extraños monolitos adquirían por momentos una horrenda intencionalidad. En los repliegues más tenebrosos del valle plagado de repugnante vegetación, creí ver unas sombras sin forma que parecían escurrirse sigilosamente como en una blasfema procesión ceremonial, y ocultarse en las tumbas corrompidas de la colina. Ni aún el resplandor blancuzco de la luna lograba disolver estas sombras huidizas.

Escuchaba con febril ansiedad por el receptor del teléfono; pero estuve más de un cuarto de hora sin oír nada. Luego sonó un clic en el aparato, y llamé a mi amigo con voz destemplada. A pesar de lo excitado que me sentía, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella tumba, pronunciadas con la voz más desagarrada y temblorosa que jamás le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad había bajado poco antes, me hablaba ahora desde las profundidades con una voz enloquecida por el miedo, teñida de desesperación:
-¡Dios mío, Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí!… Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo así y no me preguntes nada! ¡Corre! ¡Por el amor de Dios, zumba, Carter! ¡Rápido… antes de que sea demasiado tarde!… Mejor uno que los dos… tapa esa escalera infernal y salva tu vida… ¡Malditas sea estas criaturas infernales…, son legiones… ¡Dios mío! ¡Huye! ¡¡Huye!! ¡¡¡Huye!!!

Lovecraft.