jueves, 20 de agosto de 2009

Maese Samsagaz, el bravo

Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más adelante, Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero la forma más abominable que había contemplado jamás. Ella-Laraña avanzó con una rápidez espantosa. Estaba entre Sam y su amo. O no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado de la Redoma e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba. Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcanze.

Sam jadeó, y juntando todo el aire que lequedaba en los pulmones alcanzó a gritar: -¡Cuidado, atrás! ¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... -pero algo le ahogó el grito en la garganta.

Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia trás en los brazos del agresor.
-¡Lo hemos atrapado! -siseó la voz de Gollum al oído de Sam-. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con el otro. Oh, sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. -Le escupió a Sam.

La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. Sam trató de darse la vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado rápido. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse le asestó un golpe salvaje. Eso fue suficiente para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el despecho había cometido un error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima. Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una lucha para Gollu. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose huyó.

Sam lo persiguió, espada en mano. Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo. Entonces el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno. Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo.

Frodo yacía de cara al cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no advirtió la presencia de Sam. Junto a Frodo en el suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica, Dardo. Sam no perdió tiempo y recogió la espada. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero, inclinaba sobre el compañero caído.

Como interrumpida en medio de un gran festín por el grito de Sam, Ella-Laraña se volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes de que llegara a advertir la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que conociera en años incontables, la espada centelleante le dio una estocada en un gran ojo que quedó en tinieblas. Pero Ella-Laraña no era como los dragones, y no tenía puntos más vulnerables que los ojos. Sam saltó adentro en el arco formado por las patas debajo de la bestia, momentáneamente fuera del alcance de los picotazos y garras. El vientre enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella-Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza desesperada. Ella-Laraña se encogió al sentir el golpe, pero enseguida levantó el gran vientre muy por encima de la cabeza de Sam. La hoja le había abierto una incisión horrible, mas no habóa fuerza humana capaz de atravesar aquellos pliegues y repliegues monstruosos, ni aun conun acero forjado por los Elfos o por los Enanos, o empuñado por Beren o Túrin. Luego Ella-Laraña dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam tomando con ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel techo horrible; y así Ella-Laraña, con todo el poder de su propia y cruel voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.

Jamás Ella-Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse el dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás.

Sam yacía cerca de la cabeza de Frodo; aún empuñando la espada. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos, y ella lo miraba; una saliva venenosa le goteaba del pico, y un limo verdoso le rezumaba el ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían, estaba domada al fin, encogida en la derrota y temblaba tratando de huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso y desapareció.

Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche del País Sin Nombre cía sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.
-¡Mi amo, mi querido amo! -gritó. Pero Frodo no habló. Yacía pálido, inmóvil e insensible a cualquier voz.
-¡Mi amo, mi querido amo -repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano. Luego lo más rápido que pudo, le cortó las telarañas que Ella-Laraña había tejido sobre él y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón.
-¡Frodo, señor Frodo! -exclamó-. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo! ¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!

Entonces por fin rompió a llorar.


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