lunes, 29 de noviembre de 2010

Último capítulo de la Naranja Mecánica

-¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porque tenía un cuello bolche y una golosa realmente gronca que eran como las de un toro bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos chelovecos puestos en órbita con leche y velocet, synthemesco y drencrom, y otras vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el mosco. Estábamos piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto.

Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la britba por la golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas nogas, unas grandes botas bolches, realmente espantosas, para patear litsos.
-¿Y ahora qué pasa, eh?

Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa cala en las gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía los carmanos repletos de preciosos gollis, además de un montón de buenos discos gratis para el malenco estante de mi lado.

Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y málchicos que smecaban y piteaban y que interrumpían las goboraciones y la cháchara de los en-órbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa cala, uno podía slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando Ese día, sí, ese día. En la barra había tres débochcas vestidas a la última moda nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y grudos postizos que sobresalían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar: -Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. -Y Len repetía sin cesar:- Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? -De pronto me sentí muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije:

-Fuera fuera fuera fuera fuera.

-¿Adónde? -preguntó Rick, que tenía litso de rana.

-Oh, sólo a videar que sucede en el gran exterior -dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del mesto, un cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal.

Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un starrio veco que venía del quiosco donde acababa de cuperar la gasetta le dije a Toro: -Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. -En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo cracó, er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon, smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía.

-¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? -propuso Toro. No estábamos lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá iteamos. Dentro del antro esperaban aquellas starrias ptitsas o harpías o bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el colocolo y acudió un camarero frotándose las rucas en el delantal grasiento. -El dinero sobre la mesa, drugos -dijo Toro sacando un tintineante montón de dengo-. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas, ¿eh?

Y entonces yo dije: -Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. -No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón.

Toro dijo: -¿Qué pasa, brato? ¿Qué le sucede al viejo Alex?

-Ah, al demonio -dije yo-. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo.

-¿Ganados? -dijo Rick-. ¿Ganados? No tienen por qué ganarse, como bien sabes, viejo drugo. Tomarlos, basta con tomarlos. -Y smecó realmente gronco y vi que tenía uno o dos subos menos estropeados.

-Ah -dije-, tengo que pensarlo. -Pero al videar la expresión de las viejas bábuchcas, que esperaban ansiosas un poco de alc gratis, encogí los plechos, saqué el dinero del carmano de los pantalones, billetes y monedas revueltos, y los dejé caer tintineando sobre la mesa.

-Escocés para todos, ¿verdad? -dijo el camarero, pero por alguna razón dije:

-No, muchacho, para mí será una cerveza pequeña, ¿de acuerdo?

-Esto no me gusta -dijo Len, y empezó a pasarme las rucas por la golová, como queriendo decir que yo tenía fiebre, pero le gruñí como un perro y se apartó scorro-. Está bien, está bien, drugo -dijo-. Como tú digas.

Pero Toro estaba smotando con la rota abierta algo que había salido de mi carmano junto con el precioso dinero que había dejado en la mesa.

-Bueno bueno bueno -dijo-. Y nosotros sin enterarnos.

-Dame eso -gruñí, y se lo arrebaté scorro. No me explicaba cómo había llegado allí, hermanos, pero era la fotografía que yo había recortado de una vieja gasetta, un bebé que gorjeaba gu gu gu mientras le babeaba leche de la rota y miraba arriba como smecando el mundo, y estaba todo nago y la carne toda como pliegues porque era un bebé muy gordo. Hubo un ja ja ja mientras querían arrebatarme el pedazo de papel y tuve que gruñirles de nuevo y agarré la foto y la rompí en pedazos diminutos que dejé caer como nieve. El whisky llegó al fin y las starrias bábuchcas dijeron: -Salud, muchachos, Dios los bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros- y toda esa cala. Y una de ellas toda líneas y arrugas, sin un subo en la vieja rota hundida, dijo: -No rompas el dinero, hijo. Si tú no lo necesitas, dáselo a otros -lo cual fue muy descarado y audaz. Pero Rick dijo:

-No era dinero, oh bábuchka. Era la fotografía de un pequeño y tierno bebé.

-Ya me estoy cansando -dije yo-. Sois vosotros los bebés, todos. Mofándose y riéndose y lo único que sabeis hacer es smecar y arrear tolchocos bolches y cobardes a la gente, cuando ellos no pueden devolverlos.

-Bueno -dijo Toro-, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejo drugo.

Videé el turbio vaso de cerveza delante de mí sobre la mesa y sentí como un vómito dentro de mí, así que exclamé -Aaaaah- y arrojé por todo el suelo la cala espumosa y vonosa. Una de las ptitsas starrias comentó:

-No quiere gastar.

-Mirad, drugos, escuchadme -dije-. Por alguna razón esta noche no estoy bien de humor. No sé por qué o cómo, pero así es la cosa. Vosotros tres salid por vuestra cuenta esta noche y yo me quedo fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar y hora, y espero estar mucho mejor.

-Oh -dijo Toro-, de veras que lo siento. -Pero se le videaba un brillo en los glasos, porque esa naito él podría llevar la batuta. Poder, poder, todos quieren poder.- Podemos posponer para mañana lo que teníamos en mente -dijo Toro-, esa crastada en las tiendas de la calle Gagarin. Diversión de película y dinero todo junto, drugo.

-No -dije yo-. No posponéis nada. Adelante como si nada y según vuestro propio estilo. Ahora, yo me iteo -añadí, y me levanté de la silla.

-¿Adónde? -preguntó Rick.

-No lo sé -dije-. Necesito estar solo y aclarar unas cosas. -Era evidente que las viejas bábuchcas estaban realmente confundidas porque me marchara de aquel modo todo taciturno y no como el malchiquito animado y smecante que ellas recordaban. Pero dije:- Ah, al demonio, al demonio -y me largué odinoco a la calle.

Estaba oscuro y se estaba levantando un viento afilado como un nocho, y muy muy pocos liudos fuera. Por las calles circulaban coches patrulla cargados de brutales ras ras, y de cuando en cuando podía videarse en alguna esquina una pareja de militsos muy jóvenes que pateaban el suelo para defenderse del frío malévolo y exhalaban un aliento de vapor al aire invernal, oh hermanos míos. Supongo que en verdad se estaban acabando los tiempos de la ultraviolencia y el crastar, pues los ras ras trataban con brutalidad a quienes atrapaban, aunque se había convertido más bien en una especie de guerra entre nadsats desobedientes y ras ras, que podían ser más scorros con el nocho y la britba y con el bastón e incluso la pistola. Pero lo que me ocurría en aquellos tiempos era que eso no me importaba mucho. Era como si algo suave estuviese colándoseme dentro y no ponimaba por qué.

Tampoco sabía qué quería. Incluso la música que me gustaba slusar en mi malenca guarida era la que antes me habría hecho smecar, hermanos. Slusaba más malencas canciones románticas, lo que llaman Lieder, sólo una golosa y un piano, muy tranquilas y tiernas, muy diferente de cuando todo eran bolches orquestas y yo me tumbaba en la cama entre violines, trombones y timbales. Algo estaba ocurriendo en mi interior, y yo me preguntaba si sería alguna enfermedad o si lo que me habían hecho aquella vez estaba trastornándome la golová y me iba a volver realmente besuño.

Así pensando, con la golová gacha y las rucas en los carmanos del pantalón, recorrí la ciudad, hermanos, y al fin empecé a sentirme muy cansado y necesitado de una bolche chascha de chai con leche. Pensando en el chai tuve una súbita visión, como una fotografía de mí mismo sentado en un sillón ante un bolche fuego piteando chai, y lo más divertido y a la vez extraño era que yo parecía haberme convertido en un starrio cheloveco, de unos setenta años de edad, porque videé mi propio boloso, muy gris, y además llevaba patillas, que también eran muy grises. Pude videarme como un anciano sentado junto al fuego y entonces la imagen se desvaneció. Pero fue una experiencia como extraña.

Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y a través de los grandes cristales videé que estaba atestado de liudos apagados, corrientes, de litsos pacientes e inexpresivos, que no harían daño a nadie, todos sentados allí goborando quedamente y piteando unos tés y cafés inofensivos. Iteé en el interior, fui hasta la barra y pedí un buen chai caliente con mucha moloco, y luego iteé hasta una mesa y me senté a pitearlo. Una pareja joven ocupaba aquella mesa y bebían y fumaban cánceres con filtro, y goboraban y smecaban en voz baja, pero apenas reparé en ellos y seguí bebiendo y soñando y preguntándome qué era lo que estaba cambiando en mí y qué iba a ocurrirme. Sin embargo videé que la débochca de la mesa que estaba con el cheloveco era de película, no de la clase que querrías tumbar en el suelo para darle el viejo unodós, unodós, sino que tenía un ploto y un litso de primera, y una rota sonriente y un boloso muy muy brillante y toda esa cala. Y entonces el veco que la acompañaba, que llevaba un sombrero en la golová y estaba de espaldas a mí, volvió el litso para videar el bolche reloj de pared que había en el mesto, y entonces pude videar quién era y él videó quién era yo. Era Pete, uno de mis tres drugos de los días en que éramos Georgie, Lerdo, él y yo. Era Pete, que parecía mucho mayor aunque no podía tener entonces más de diecinueve años y llevaba un pequeño bigote y un traje corriente y el sombrero puesto.

-Bueno bueno bueno, drugo -dije-, ¿cómo te va? Hace mucho, mucho tiempo que no te videaba.

Y él dijo: -Eres el pequeño Alex, ¿verdad?

-El mismo -dije-. Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos buenos tiempos de antes, muertos y enterrados. Y el pobre Georgie, según me dijeron, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo, ¿y qué noticias tienes, viejo drugo?

-Qué manera de hablar más rara, ¿verdad? -dijo la débochca entre risitas.

-Éste es un viejo amigo -le dijo Pete a la débochca-. Se llama Alex. -Y volviéndose hacia mí añadió:- Te presento a mi mujer.

Me quedé boquiabierto. -¿Tu mujer? -balbucí-. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drugo. Imposible, imposible.

La débochca que era la mujer de Pete (imposible, imposible) soltó otra risita y le dijo: -¿Tú también hablabas de esa manera?

-Bueno... -dijo Pete, y sonrió-. Tengo cerca de veinte años. Bastante viejo para casarse, y ya hace dos meses. Tú eras muy joven y muy adelantado, recuerda.

-En fin... -Seguía como pasmado.- Me cuesta de veras hacerme a la idea, viejo drugo. Pete casado. Vaya vaya vaya.

-Tenemos un piso pequeño -dijo Pete-. Gano muy poco en State Marine Insurance, pero las cosas mejorarán, seguro. Y Georgina... -¿Puedes repetir el nombre? -dije, con la rota aún abierta como un besuño. La mujer de Pete (mujer, hermanos) volvió a soltar otra risita.

-Georgina -dijo Pete-. Georgina también trabaja. De mecanógrafa, ¿sabes? Nos las arreglamos, nos las arreglamos. -Hermanos, no podía apartar los glasos de él, de verdad. Había crecido y tenía golosa de hombre crecido también.- Tienes que venir a vernos alguna vez -dijo Pete-. Sigues pareciendo muy joven a pesar de tus terribles experiencias. Sí sí, sí lo leímos todo. Pero, por supuesto, aún eres muy joven.

-Dieciocho -dije-. Recién cumplidos.

-Dieciocho, ¿eh? -dijo Pete-. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos -añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de sus rucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos-. Sí -dijo Pete mirándome-, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg.

-¿Greg? -dije.

-Ah, claro -dijo Pete-, tú no conoces a Greg. Greg vino después de tu época. Entró en escena mientras estabas ausente. Organiza pequeñas fiestas, reuniones de copas y juegos de palabras sobre todo. Pero muy agradables, muy tranquilas. Inofensivas, si entiendes por dónde voy.

-Sí -dije-. Inofensivas. Sí, sí, video ese verdadero espanto. -Al oír esto la débochca Georgina se rió otra vez de mis slovos. Y luegos los dos itearon a sus vonosos juegos de palabras en casa del tal Greg, quienquiera que fuese. Y yo me quedé odinoco mirando mi chai con leche, frío a aquellas alturas, pensativo e inquieto.

Tal vez fuera eso, pensé. Tal vez me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de chisna que había llevado hasta entonces, hermanos. Acababa de cumplir dieciocho años. Con dieciocho ya no era tan joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había compuesto conciertos, sinfonías, óperas y oratorios y toda esa cala, no, no cala, música celestial. Y estaba también el viejo Felix M. con la obertura de su Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba ese poeta francés citado por el viejo Benjy Britt, que había escrito sus mejores poemas antes de los quince años, oh hermanos míos. Su primer nombre era Arthur. Dieciocho no era una edad tan tierna entonces. ¿Pero qué haría?

Mientras recorría las calles oscuras y bastardas de invierno después de itear del mesto de té-y-café, videé visiones parecidas a esos dibujos de las gasettas. Alex, Vuestro Humilde Narrador, regresaba a casa del trabajo para cenar un buen plato caliente, y una ptitsa acogedora lo recibía amorosamente. Pero no conseguía videarlo, hermanos, ni imaginar quién podía ser. Sin embargo, tuve la profunda certeza de que si entraba en la habitación próxima a aquélla donde ardía el fuego y mi cena caliente esperaba sobre la mesa encontraría lo que realmente deseaba, y de pronto todo cuadró, la fotografía recortada de la gasetta y el encuentro con Pete. Porque en esa otra habitación, en una cuna, mi hijo gorjeaba gu gu gu. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí un bolche agujero dentro de mi ploto, que me sorprendió incluso a mí. Comprendí lo que estaba sucediendo, oh hermanos míos. Estaba creciendo.

Sí sí sí, eso era. La juventud tiene que pasar, ah, sí. Pero en cierto modo ser joven es como ser un animal. No, no es tanto ser un animal sino uno de esos muñecos malencos que venden en las calles, pequeños chelovecos de hojalata con un resorte dentro y una llave para darles cuerda fuera, y les das cuerda grrr grrr grrr y ellos itean como si caminaran, oh hermanos míos. Pero itean en línea recta y tropiezan contra las cosas bang bang y no pueden evitar hacer lo que hacen. Ser joven es como ser una de esas malencas máquinas.

Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera un hijo se lo explicaría todo en cuanto fuese lo suficiente starrio para comprender. Pero sabía que no lo comprendería o no querría comprenderlo, y haría todas las vesches que yo había hecho, sí, quizás incluso mataría a alguna pobre starria forella entre cotos y coschcas maullantes, y yo no podría detenerlo. Ni tampoco él podría detener a su hijo, hermanos. Y así itearía todo hasta el fin del mundo, una vez y otra vez y otra vez, como si un bolche gigante cheloveco, o el mismísimo viejo Bogo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una vonosa y grasña naranja entre las rucas gigantescas.

Pero antes de nada, hermanos, estaba la vesche de encontrar una débochca que fuera madre de ese hijo. Tendría que ponerme en esa tarea al día siguiente, pensé. Era una ocupación nueva. Era algo que tendría que empezar, un nuevo capítulo que comenzaba.

Eso es lo que va a pasar ahora, hermanos, ahora que llego al final de este cuento. Habéis acompañado a vuestro druguito Alex allá donde ha ido, habéis sufrido con él y habéis videado algunas de las acciones más brachnas y grasñas del viejo Bogo, todas sobre vuestro viejo drugo Alex. Y todo se explicaba porque era joven. Pero ahora, al final de esta historia, ya no soy joven, ya no. Alex ha crecido, oh sí.

Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala.

1 comentario:

KILLER ON THE ROAD dijo...

Gracias, oh, hermana mía, porque mi libro no traía este capítulo que cambia totalmente el final y del que me enteré de su existencia gracias a la wikipedia y a los 40 años de la peli de Kubrick