lunes, 7 de septiembre de 2009

Apolo y Dafne

Apolo, había recibido una flecha de Cupido que había provocado en él un ciego amor por la bella Dafne, mas no era correspondido. Aquí están las palabras que el dios dirige a su amada:

No sabes, temeraria, no sabes de quién huyes, y por eso huyes. Júpiter es mi padre; por mediación mía se revela tanto lo que será como lo que ha sido; gracias a mí suena el canto en armonía con las cuerdas. Infalible es mi flecha, desde luego, pero hay una que lo es aún más que la mía y que ha causado una herida en mi corazón, antes intacto. Invento mío es la medicina. ¡Ay de mí, porque ninguna hierba es capaz de curar el amor y no sirven de nada a su señor las artes que sirven a los demás!

Aún iba a seguir hablando cuando Dafne huyó a la carrera, despavorida, y al abandonarlo, dejándolo con la palabra en la boca, aun entonces le pareció agraciada. Pero el joven dios no puede soportar por más tiempo dirigirle en vano palabras acariciantes, y obedeciendo a los consejos de su mismo amor, sigue sus huellas en carrera desenfrenada. El perseguidor, ayudado por las alas del amor, es más rápido, acosa la espalda de la fugitiva y echa su aliento sobre los cabellos de ella, que le ondean sobre el cuello. Agotadas sus fuerzas, palideció; vencida por la fatiga de tan acelerada huída, mira las aguas del Peneo y dice: "Socórreme, padre; si los ríos tenéis un poder divino, destruye, cambiándola, esta figura por la que he gustado en demasía". Apenas acabó su plegaria cuando un pesado entorpecimiento se apodera de sus miembros; sus suaves formas van siendo envueltas por una delgada corteza, sus cabellos caen transformándose en hojas, en ramas sus brazos; sus pies, un momento antes tan veloces, quedan inmovilizados en raíces fijas; su esplendente belleza es lo único que de ella queda.

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