John observó a su madre con la cabeza ladeada, y cuando hubo tragado lo que tenía en la boca la cortó a media frase.
-¿Tú eres abogado, Frank?
-¿Abogado, yo? No. ¿Por qué?
-Confiaba en que lo fueras, eso es todo. Me iría bien un abogado. ¿A qué te dedicas, pues? ¿Publicidad, o algo así?
-No. Trabajo en Knox Business Machines.
-¿Y qué haces? ¿Diseñas máquinas, las haces, las vendes, las reparas o qué?
-Digamos que ayudo a que se vendan. En realidad, no tengo mucho que ver con las máquinas en sí; trabajo en las oficinas. Un trabajo bastante estúpido, a decir verdad. Me refiero a que no es nada interesante, ya sabes.
-¿”Interesante”? –a John Givings pareció molestarle la palabra-. ¿Te preocupa si un trabajo es “interesante” o no? Yo pensaba que eso sólo lo hacían las mujeres. Y los muchachos. Me sorprendes…
-Oh, miren, ¡está saliendo el sol! –exclamó la señora Givings. Se levantó de un salto, fue hasta la ventana panorámica y se asomó, con la espalda muy rígida-. A lo mejor vemos un arco iris. Sería maravilloso, ¿verdad?
A Frank empezaba a escocerle el cogote de pura irritación.
-Sólo quería decir –explicó- que no me gusta mi empleo ni nunca me gustará.
-Entonces, ¿por qué lo haces? Oh, está bien, está bien… -John Givings agachó la cabeza y levantó débilmente una mano en un vano intento de parar el golpe de la reprobación pública-. Sí, ya sé; no es asunto mío. Nuestra Helen llama a eso Tener-Poco-Tacto, Querido. Ése es mi problema, ya ves; y siempre lo ha sido. Olvida lo que he dicho. Si quieres tener una casa, has de tener un empleo. Si quieres tener una casa muy bonita, muy linda, entonces necesitas un trabajo que no te guste. Estupendo. Así es que como funciona el noventa y nueve por ciento de la gente, de modo que no tienes por qué disculparte, amigo. Si viene uno y te pregunta “¿Por qué lo haces?”, puedes dar por seguro que los del manicomio lo han dejado suelto unas horas. Queda claro. ¿Queda claro, Helen?
-Oh, miren, hay un arco iris –dijo la señora Givings-… o no, un momento, me parece que no lo es. Pero seguro que al sol se está de maravilla. ¿Por qué no vamos a dar un paseo?
-A decir verdad –dijo Frank-, has puesto el dedo en la llaga, John. Estoy de acuerdo en todo lo que acabas de decir. Mi mujer también. Por eso voy a dejar mi empleo en otoño, y por eso vamos a marcharnos.
John Givings miró incrédulo a los dos, a Frank y a April.
-¿Ah, sí? ¿Marcharos adónde? Oh, ya, espera… Sí, ella me dijo algo de eso. Os vais a Europa, ¿verdad? Sí, ahora lo recuerdo. Lo que no dijo es por qué; sólo que le parecía “muy extraño” –y de repente hendió el aire (por poco no hendió la casa entera) con una carcajada feroz-. Oye, mamá, ¿qué opinas? ¿Todavía lo encuentras “muy extraño”? ¿Eh, Helen?
-Tranquilízate –dijo Howard Givings desde su rincón-. Cálmate un poco, hijo.
Pero John hizo caso omiso.
-¡No veas! –gritó-. Apuesto a que esta conversación sí la encuentras muy extraña, ¿eh, mamá?
Estaban tan hechos a la voz de cantarina de la señora Givings que las siguientes palabras que ella dijo, dirigidas a la ventana y pronunciadas en una especie de tenso y húmedo plañido, los impresionaron:
-Oh, John, basta ya.
-¿Tú eres abogado, Frank?
-¿Abogado, yo? No. ¿Por qué?
-Confiaba en que lo fueras, eso es todo. Me iría bien un abogado. ¿A qué te dedicas, pues? ¿Publicidad, o algo así?
-No. Trabajo en Knox Business Machines.
-¿Y qué haces? ¿Diseñas máquinas, las haces, las vendes, las reparas o qué?
-Digamos que ayudo a que se vendan. En realidad, no tengo mucho que ver con las máquinas en sí; trabajo en las oficinas. Un trabajo bastante estúpido, a decir verdad. Me refiero a que no es nada interesante, ya sabes.
-¿”Interesante”? –a John Givings pareció molestarle la palabra-. ¿Te preocupa si un trabajo es “interesante” o no? Yo pensaba que eso sólo lo hacían las mujeres. Y los muchachos. Me sorprendes…
-Oh, miren, ¡está saliendo el sol! –exclamó la señora Givings. Se levantó de un salto, fue hasta la ventana panorámica y se asomó, con la espalda muy rígida-. A lo mejor vemos un arco iris. Sería maravilloso, ¿verdad?
A Frank empezaba a escocerle el cogote de pura irritación.
-Sólo quería decir –explicó- que no me gusta mi empleo ni nunca me gustará.
-Entonces, ¿por qué lo haces? Oh, está bien, está bien… -John Givings agachó la cabeza y levantó débilmente una mano en un vano intento de parar el golpe de la reprobación pública-. Sí, ya sé; no es asunto mío. Nuestra Helen llama a eso Tener-Poco-Tacto, Querido. Ése es mi problema, ya ves; y siempre lo ha sido. Olvida lo que he dicho. Si quieres tener una casa, has de tener un empleo. Si quieres tener una casa muy bonita, muy linda, entonces necesitas un trabajo que no te guste. Estupendo. Así es que como funciona el noventa y nueve por ciento de la gente, de modo que no tienes por qué disculparte, amigo. Si viene uno y te pregunta “¿Por qué lo haces?”, puedes dar por seguro que los del manicomio lo han dejado suelto unas horas. Queda claro. ¿Queda claro, Helen?
-Oh, miren, hay un arco iris –dijo la señora Givings-… o no, un momento, me parece que no lo es. Pero seguro que al sol se está de maravilla. ¿Por qué no vamos a dar un paseo?
-A decir verdad –dijo Frank-, has puesto el dedo en la llaga, John. Estoy de acuerdo en todo lo que acabas de decir. Mi mujer también. Por eso voy a dejar mi empleo en otoño, y por eso vamos a marcharnos.
John Givings miró incrédulo a los dos, a Frank y a April.
-¿Ah, sí? ¿Marcharos adónde? Oh, ya, espera… Sí, ella me dijo algo de eso. Os vais a Europa, ¿verdad? Sí, ahora lo recuerdo. Lo que no dijo es por qué; sólo que le parecía “muy extraño” –y de repente hendió el aire (por poco no hendió la casa entera) con una carcajada feroz-. Oye, mamá, ¿qué opinas? ¿Todavía lo encuentras “muy extraño”? ¿Eh, Helen?
-Tranquilízate –dijo Howard Givings desde su rincón-. Cálmate un poco, hijo.
Pero John hizo caso omiso.
-¡No veas! –gritó-. Apuesto a que esta conversación sí la encuentras muy extraña, ¿eh, mamá?
Estaban tan hechos a la voz de cantarina de la señora Givings que las siguientes palabras que ella dijo, dirigidas a la ventana y pronunciadas en una especie de tenso y húmedo plañido, los impresionaron:
-Oh, John, basta ya.
Howard Givings se levantó y fue hacia su mujer arrastrando los pies. Una de sus blancas manos manchadas de vejez hizo un ademán de tocarla, pero en el último momento pareció pensarlo mejor. Se quedaron los dos mirando por la ventana, muy juntos; era difícil saber si estaban hablando en susurros. La cara de John estaba aún exaltada a resultas de la risa.
-Bueno -dijo Frank, inquieto-, quizá sí deberíamos ir a dar un paseo.
-Sí, vamos -dijo April.
-Ya sé -dijo John Givings-. ¿Por qué no vamos nosotros tres a dar una vuelta y así ellos se quedan aquí por si sale el arco iris? A ver si aligeramos un poquito la tensión.
Cruzó la alfombra para ir por su gorra, y de regreso torció casi espasmódicamente hacia donde estaban sus padres, describiendo con el puño cerrado un rápido arco en dirección al hombro de su madre. Howard Givings vio venir la mano y sus gafas reflejaron un instante de miedo, pero no hubo tiempo para intervenir: el puño aterrizó, pero no golpeando, sino con una manotada suave, cariñosa y comedida en el vesido de la señora Givings.
-Hasta luego, mamá -dijo John-. No pierdas esa simpatía.
En el bosque de detrás de la casa, la tierra recién regada y humeando al sol despedía una fragancia estimulante. Los Wheeler y su invitado, relajados en un espontáneo ambiente de camadería, tuvieron que caminar cuesta arriba en fila india y abrirse camino entre los árboles; el menor roce con una rama alta producía una lluvia de gotas, y la reluciente corteza de las ramas pequeñas les dejaba en la ropa veteadas manchas negras. Al cabo de un rato dejaron el bosque y rodearon lentamente el campo que quedaba detrás. Los hombres llevaban el peso de la conversación; April escuchaba, sin apartarse del brazo de Frank, y éste notó más de una vez, mirándola de soslayo, que sus ojos brillaban con lo que parecía admiración por cuanto estaba diciendo.
Los aspectos prácticos de mudarse a Europa no parecieron interesar a John Givings, quien sin embargo no dejó de machacarles a preguntas sobre los motivos del viaje; y en una ocasión, cuando Frank dijo algo sobre "la irremisible vaciedad de este país", John se detuvo en seco, estupefacto.
-Caramba -dijo-. Has dado en el clavo. La irrebisible vaciedad. Cantidad de gente ha caído en la cuenta del tema de la vaciedad; donde yo trabajaba antes no se hablaba de otra cosa. Nos pasábamos la noche a vueltas con la vaciedad. Eso sí, allí nadie decía "irremisible"; en eso éramos unos gallinas. Porque es posible que para ver la vaciedad haya que tenerlos bien puestos, pero para ver la "irremisibilidad" hace falta muchísimo más que eso. Y supongo que cuando ves lo irremediable que es la vaciedad ya no te queda más salida que largarte. Si es que puedes.
-Quizá -dijo Frank.
3 comentarios:
Tú eres todo, menos irremisiblemente vacua. Tus gustos son la prueba. Lo que sucede es que en ti hay un tira y afloja constante entre la fría melancolía y la sociable jovialidad. Cuando caes en lo primero (tu luna en Capricornio), te pareces a la letra de Mecano del otro día. Perdida en tu habitación. Pero cuando cultivas lo segundo, surgen de tu mente la esperanza y la alegría. De este blog, es precisamente eso lo que a mí me enamoró.
De modo que procura hacer mucho caso a tu cerebro y no hagas demasiado caso a las nostalgias de tu corazón. Lo primero es inspirador y nos ayuda a ti y a los demás; lo segundo, es autocomplacerse en la tristeza.
Esta película, estos párrafos y tú, me hicisteis reflexionar sobre eso.
lindo blog :)
espero que estes bien.
besos ana ^^
.vero
Estoy en parte deacuerdo con Elio Milay, hazle caso a tu cerebro! pero no dejes tan de lado lado la nostalgia...en raciones moderadas puede ser tan inspiradora como la mente mas imaginativa...el problema esta en saber controlarse :D...en todo caso eres tu la que decide
No he visto la pelicula...pero me antojaste..voy a verla ya!!..te debo el comentario :D
Cuidate
SanTiago dsd el CuarTeL GeneRaL
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