-Ya voy -gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás-. Voy inmediatamente. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien cómo creía.
-¿Han entendido ustedes una sola palabra?- preguntó el gerente a los padres-. ¿No será que se hace el loco?
-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre llorando-. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le estamos mortificando. ¡Ana! ¡Ana! Vaya inmediatamente a buscar a un cerrajero. ¡Grete! ¡Grete! Tienes que ir enseguida a buscar al médico; Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo hablaba?
-Es una voz de animal -dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre.
Pero Gregorio, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban inteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. Se sintió nuevamente incluído entre los seres humanos.
Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer.
-Escuchen -dijo el gerente-; está girando la llave.
Todos, el padre, la madre, deberían haberle gritado: "¡Adelante, Gregorio!". Sí, deberían haberle gritado: "¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!". Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió completamente en sí.
"Bueno -se dijo con un suspiro de alivio-; no ha sido necesario que viniera el cerrajero", y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.
Aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, cuando oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder, como empujado por una fuerza invisible. La madre miró a Gregorio, juntando las manos y se desplomó, en medio de sus faldas desplegadas a su alrededor, con la cabeza caída sobre el pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.
-Bueno -dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la calma-. Enseguida me visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejaréis que salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente que no soy testarudo y que trabajo con gusto. Uno puede tener un bajón momentáneo; pero es precisamente entonces cuando deben acordarse los jefes de lo útilo que uno ha sido y pensar que, una vez superado el contratiempo, trabajará con dobladas energías. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte.
Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro. Y antes de que Gregorio hubiese acabado de hablar, el gerente ya se había retirado hacia la puerta y dado los últimos pasos en dirección a la escalera, como si esperase encontrar hallar milagrosamente la libertad, con tal rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes.
Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaría seriamente amenazado. Pero en el momento en que Gregorio empezó a avanzar lentamente para detener al gerente, su madre pese a su desvanecimiento previo, se incorporó y al verlo dio un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con las manos abiertas: "¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!" huyó y se lanzó en brazos del padre.
-¡Madre! ¡Madre! -gimió Gregorio, mirándola desde abajo.
Para colmo de males, la huída del jefe pareció trastornar por completo al padre, el cual empuñó con la diestra un bastón y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hacia el interior de su cuarto.
Así que, sin dejar de mirar angustiosamente hacia su padre, Gregorio empezó a girar lo más rápidamente posible. En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió la calma.
Franz Kafka
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