Apolo, había recibido una flecha de Cupido que había provocado en él un ciego amor por la bella Dafne, mas no era correspondido. Aquí están las palabras que el dios dirige a su amada:
No sabes, temeraria, no sabes de quién huyes, y por eso huyes. Júpiter es mi padre; por mediación mía se revela tanto lo que será como lo que ha sido; gracias a mí suena el canto en armonía con las cuerdas. Infalible es mi flecha, desde luego, pero hay una que lo es aún más que la mía y que ha causado una herida en mi corazón, antes intacto. Invento mío es la medicina. ¡Ay de mí, porque ninguna hierba es capaz de curar el amor y no sirven de nada a su señor las artes que sirven a los demás!
Aún iba a seguir hablando cuando Dafne huyó a la carrera, despavorida, y al abandonarlo, dejándolo con la palabra en la boca, aun entonces le pareció agraciada. Pero el joven dios no puede soportar por más tiempo dirigirle en vano palabras acariciantes, y obedeciendo a los consejos de su mismo amor, sigue sus huellas en carrera desenfrenada. El perseguidor, ayudado por las alas del amor, es más rápido, acosa la espalda de la fugitiva y echa su aliento sobre los cabellos de ella, que le ondean sobre el cuello. Agotadas sus fuerzas, palideció; vencida por la fatiga de tan acelerada huída, mira las aguas del Peneo y dice: "Socórreme, padre; si los ríos tenéis un poder divino, destruye, cambiándola, esta figura por la que he gustado en demasía". Apenas acabó su plegaria cuando un pesado entorpecimiento se apodera de sus miembros; sus suaves formas van siendo envueltas por una delgada corteza, sus cabellos caen transformándose en hojas, en ramas sus brazos; sus pies, un momento antes tan veloces, quedan inmovilizados en raíces fijas; su esplendente belleza es lo único que de ella queda.
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